De entrada, nada más desembarcar en la ciudad británica más célebre cercana el histórico muro de Adriano, Newcastle upon Tyne (me ha traído un barco noruego) tuve una sensación un poco extraña, como de déjà vu; todo me era sorprendentemente familiar: Las casas, los coches por la izquierda, los tonos oscuros del inmobiliario urbano, el gris del cielo, las caras de pan de las británicas, las narices coloradas de los británicos, el frío, la lluvia, las señales de slow en la calzada, la noche más larga que un día sin pan, los techos en forma de aguja de las iglesias, las calles y más calles sin un alma de los barrios residenciales, el verde húmedo del countryside, la ligereza de ropa de los lugareños, las matrículas de color amarillo, los pubs, los tescos, las libras... fue como si no hubiese pasado el tiempo.
Esta sensación siguió en aumento según me iba aproximando en el coche de Newcastle a Durham (pronunciado "Durum", como si fuera un kebab turco) y ahora se ha transformado en una especie de combinación entraña entre morriña y ganas de salir huyendo de este país tan deprimente y tan nublado, porque... ¿cómo se puede pasar invierno tras invierno por estas tierras sin intentar suicidarse en algún momento?
Y es que, a pesar de haber estado durante un año pululando por Escocia, el peor mes del año, enero, me lo había saltado... y qué gris y qué triste se ve todo por aquí nada más comenzar el 2009.
No hay comentarios:
Publicar un comentario