Pero a la vez fue doloroso. Al fin y al cabo nos habíamos acostumbrado a su compañía. Yo no pude hacerlo. Era demasiado penoso. Marcharon ellos solos, en el coche, rumbo hacia el nuevo destino. Una nueva vida le esperaba a nuestro invitado. ¿Qué será de él ahora?
Aquella mañana, aunque me quedé en la cama, no pude conciliar de nuevo el sueño. Me sentía culpable. Él también se sentía culpable porque fue tan cómplice como yo. Él ha sido siempre la mano ejecutora aunque ambos le tendimos la trampa. Pensé en sus ojillos y en lo que pensaría al verse de nuevo solo. Pero debía ser así. Esto había llegado demasiado lejos.
Ya no volveremos a oir su vocecilla, sus quejidos, sus pasitos. Ya no volvermos a verlo corretear por casa persiguiendo lo que nosotros abandonábamos. Ya no volveremos a disfrutar de la compañía de Peréz, nuestro ratón doméstico.
Pérez vino a nosotros un día gris de invierno, cerca de la primavera. Al principio fue una sorpresa mayúscula verlo, ahí, agazapado en el suelo de la cocina.
Bueno, en realidad no estaba agazapado, en realidad nada más encender la luz salió huyendo como alma que lleva el diablo, así que sólo lo vimos correr.
Era muy pequeñito.
Compramos trampas, de las que llaman "humanas", porque nos dolía tener que matarlo; así que pensamos que lo mejor sería capturarlo y luego dejarlo en libertad a unas cuantas millas de distancia.
Debió haber olido nuestras intenciones porque tardó meses en regresar. Cuando volvió nosotros tuvimos sentimientos contradictorios. Sabíamos que no podía quedarse, pero lo echábamos de menos. Era como nuestra mascota.
Durante un tiempo lo vimos casi cada noche. Pérez se acercaba a la cocina, fugazmente, a ver si podía obtener algo de nosotros y después, al cabo de un cortísimo lapso de tiempo, regresaba a su madriguera en uno de los múltiples agujeros que tienen las casas viejas de Edimburgo, que son de papel.
Entonces decidimos que el momento había llegado:
Volvimos a estudiar el sistema de trampas y nos dimos cuenta de que algo fallaba. Era la posición y la necesidad de bloquear la salida. Las recolocamos. Al día siguiente, cayó.
Fue duro. Pérez se quedó toda la noche encerrado, mientras nosotros dormíamos, llorando desconsolado atrapado en un cúbiculo poco mayor que su tamaño. Golpeaba las paredes y gemía, debió pasarlo fatal. Por la mañana yo me levanté y ví que el sistema había funcionado. Entonces decidimos que no podíamos dejarlo pasar más; no podíamos dejar que sufriera esa claustrofobia un minuto más.
Y entonces ocurrió. Él lo metió en una bolsa de plástico y lo subió al coche. Cruzó el Firth of Forth y fue un poco más allá. Buscó un lugar en el campo y allí lo dejó. Por fin, Pérez podía correr en libertad.
Desde aquí mi más sincero homenaje a Pérez y a todos los ratones que pueblan todas las casas de Edimburgo. Sin vosotros esta ciudad no sería la misma.